miércoles, 26 de diciembre de 2012


El paraíso no es un lugar


26 de diciembre 2012, Genipabu (Brasil)
Tanto tiempo imaginando ese rincón idílico, el lugar perfecto en el que refugiarse y hoy ha venido a desmoronarse todo ese pensamiento. He tenido una revelación, una de esas que llegan sin avisar, apenas sin pensarla. Ha aparecido así, sin más, para decirme: “el paraíso no es un lugar. No, no lo es. Es un momento”.
Seguramente no sea la primera en pensarlo, ni siquiera en verbalizarlo. Pero, de repente, me he visto reflexionando sobre ello. Cuántas veces no he imaginado ese rincón, cuántas no me he pensado en un pequeño paraíso.
A través de mis viajes he conocido lugares que se acercaban mucho a ese ideal. Pero, en realidad son los momentos los que hacen de una playa, de una aldea, ciudad o montaña algo especial. Podemos estar en el lugar más bello del mundo, pero será nuestra experiencia en él, nuestras sensaciones lo que marque la diferencia. ¿No os ha pasado a veces tener percepciones diferentes de un mismo lugar cuando lo visitáis por segunda, tercera o cuarta vez? El lugar no ha cambiado, lo que ha mudado es el momento, nuestras propias sensaciones y vivencias en él.
De hecho, hoy era una tarde cualquiera, ni siquiera era la primera en Genipabu (Brasil). Acababa incluso de vivir una situación anodina. Subida en lo alto de la duna que cierra o empieza, según se mire, la playa, intentaba hacer una foto con el móvil de la puesta de sol para twittear a los seguidores de Devueltaalmundo. En ese momento, y aparecida como de la nada, una mujer de mediana edad se ha ofrecido a tomarme una foto. Con una sonrisa le he dicho que no y le he dado las gracias. Me ha mirado extrañada. En sus ojos podía leerse: “¿qué sentido tiene sacar una foto si no sales en ella?” Acto seguido me ha pedido que le hiciera fotos con su cámara,  y ahí ha venido un derroche de poses y sonrisas impostadas marca facebook. Por si fuera poco, después ha querido retratarse también con su iphone.


Pero, por un momento he conseguido abstraerme de todo y de todos, de la modelo fotográfica, de la mamá entrada en carnes que se deslizaba culo en tierra por la duna, del hombre croqueta, de la pareja montada en dromedario y de otras instantáneas que giraban a mi alrededor. Ha sido entonces cuando he disfrutado de la puesta de sol; de los matices violáceos que iban tiñendo el cielo; del color dorado que tornaban las aguas del mar con el reflejo del sol; del perfil de la duna que recortaba a lo lejos el horizonte y de la silueta de los surfistas que retaban una y otra vez las olas.
















Un trance que se ha prolongado mientras descendía por la duna, sintiendo como mis pies y parte de mis piernas se hundían en la tierra. Una sensación de vértigo mezclada con seguridad, la altura y la pendiente apabullan, aunque en todo momento, tienes la certeza de que es imposible caer.



















Al llegar a la orilla, aún me aguardaba una nueva sorpresa, no sé por qué, quizá la intuición me ha hecho mirar atrás para descubrir una luna llena, mágica, redonda, hechicera. Aún era de día, el mar, el cielo y las nubes dibujaban retazos rojizos y violetas como despedida al sol. Pero, ahí estaba la luna, altanera queriendo robar el protagonismo del astro solar y lo ha conseguido, yo ya no tenía ojos para otro, mi mirada seguía clavada en su magnetismo plateado, hasta que me ha permitido ver la espuma del mar y de las olas besando suavemente la lengua de tierra que se desliza hasta llegar a las primeras casas de Genipabu (situada a 25 kilómetros al norte de Natal, en el Estado de Río Grande do Norte, donde se dan cita los amantes del surf, katesurf y de las emociones fuertes a lomos de los buggys que recorren la línea de costa brincando entre las dunas).

















Tal vez, ha sido el atardecer, la duna, el mar, quizá la luna o el conjunto de todas ellas lo que me ha venido a decir que el paraíso no es un lugar, es un momento, probablemente irrepetible por mucho que nos empeñemos en capturar uno igual.
















Esta tarde he tenido un “momento paraíso”, no es el lugar, Genipabu tiene muchos atractivos, el principal es que guarda la esencia salvaje de los rincones que aún no han sido invadidos por la masa uniforme. Pero, no ha sido el lugar, ha sido el momento. Quizá haya sido esa sensación de libertad, esa consciencia de saberme dueña de mí misma, de no depender de nada ni de nadie, de ese hacer camino sin prisas, de saborear cada instante, de sentir brazos, piernas, manos y esa brisa que acaricia mi piel y revuelve mi pelo, de no sentirme atada a los convencionalismos, de no tener la necesidad de mirarme a un espejo ni de saber cuál es mi aspecto. El caso es que todas esas sensaciones, esas vivencias, mis propias experiencias me han llevado a este “momento paraíso” y he querido compartirlo con vosotros.

lunes, 10 de diciembre de 2012


Brasil, el principio de un nuevo camino

 

Apenas ha pasado un mes y medio desde mi regreso de Cuba y mis pies ya me piden caminar de nuevo. Esta vez mi brújula marca como rumbo Brasil,  probablemente no será el destino final, de hecho ni siquiera estaba entre la planificación primera, ha sido más bien fruto de la casualidad y de ese dejarse fluir que es ir haciendo camino. Pero, sin duda, será el comienzo de una nueva página, de un recorrido que aún está por andar.

 

​Es jueves, 15 de noviembre de 2012, cinco de la mañana, Madrid se despierta frío y oscuro, aún no ha amanecido. El invierno se ha instalado hace días en sus calles, que a estas horas se presentan desiertas.
La llegada al aeropuerto es rápida, tan solo 20 minutos y el proceso de facturación lo es aún más. Los mostradores automáticos me facilitan la tarjeta de embarque y en facturación dejo mi mochila de 37 litros. La persona que me atiende, me pregunta sorprendida si no llevo conmigo más equipaje, le parece insólito que para un destino tan lejano solo cargue conmigo una diminuta mochila.
Tras pasar el control, espero paciente mi vuelo que llega puntual, no tengo prisa, sé que me esperan 10 largas horas en el aeropuerto de Frankfurt hasta mi próxima conexión que me llevará a Río de Janeiro.
El reloj parece haberse detenido en Frankfurt, el tiempo se hace lento y pesado, tengo la impresión de haberme recorrido cada rincón del enorme aeropuerto más de veinte veces. Intento no quedarme dormida, prefiero hacerlo en las 14 horas de vuelo que me aguardan hasta llegar a Río.

Río me despierta con un color gris y el suelo mojado de una lluvia reciente, que disipa mi idea de sol y buen tiempo, incluso no percibo el calor sofocante que me esperaba, muy al contrario cuando salgo a la calle el clima es agradable e incluso suave.
Tengo ganas de descubrir la ciudad, así que nada me importa la amenaza de lluvia, dejo mi equipaje en mi nueva residencia y salgo a las calles de Tijuca, uno de los barrios de clase media de la ciudad. Muy cerca se encuentra una de las favelas o comunidades ya pacificadas por la policía militar. 

Lo primero que quiero es explorar, testar el ritmo de la calle. Una cuesta empinada me sube hasta lo alto de la colina o morro, como les llaman aquí, donde se ubica la favela, una colmena de infraviviendas que hasta hace poco tiempo no disponía de los servicios más básicos. Hoy, tras su pacificación cuenta con un sistema de alcantarillado y luz eléctrica. Incluso se puede ver a trabajadores voluntarios que se encargan del servicio de basura y de mantener limpias las calles. El correo no llega a cada vivienda, no existe una dirección legal, por tanto, un buzón común es el depositario de las cartas de todos los moradores de la comunidad.
 

No tengo sensación de peligro, de hecho ni siquiera los vecinos de la favela me miran con extrañeza, en realidad se asemeja a un pequeño pueblecito encaramado en lo alto de una colina, con sus casas pequeñas y de ladrillo. Lo único que hace presuponer un pasado violento es la presencia policial, equipada con chalecos antibalas y armas. Se trata de los agentes de la Unidad de Policía Pacificadora, cuyo cometido es tomar el control de las comunidades para erradicar la violencia y la delincuencia.

El 22% de la población carioca vive en estas barriadas de infraviviendas, un fenómeno que se extiende a lo largo y ancho de todo Brasil. La proximidad del Mundial de Fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos, que se celebrarán en 2016 ha hecho intensificar la intervención del Gobierno para procurar la seguridad en las favelas y acabar con los episodios violentos. Hasta el momento son 30 las comunidades pacificadas en Río de Janeiro. Una de ellas, la que hasta hace un tiempo era considerada la más grande de Brasil, Rocinha, se ha convertido incluso en una atracción turística, agencias de turismo ofrecen visitas guiadas por sus calles.  

Un fenómeno que muy posiblemente se extenderá al resto de favelas pacificadas y en un futuro no muy lejano será un denominador común entre todas ellas. En comunidades como la de Alemão, tras su pacificación en 2010, un teleférico recorre la favela de un extremo a otro.